
el fin de la escritura es su comienzo. El más allá de sí que la estimula es su constante y su deseo a pesar de la fractura que su propia naturaleza impone. Sus mejores realizaciones alcanzan, resanan, tienden puentes tan reales como alegóricos o reales por alegóricos, porque sólo en la tensión de su falsedad nominada las dos habitaciones vibran y se contempla y se salva. El fin de la escritura porque la escritura no deja de maldecirse, ahí su fractura siempre sangrante, su vital herida de muerte. Habrá de ser otra y la misma cada comienzo como el mar de Borges. Porque la escritura sabe que sólo es escritura cuando la realidad la toca, la hace translúcida para unos ojos, unas manos que la hacen real y la olvidan, y ante la noción de la noción refleja de su propia muerte la van necesitando como el aire; su deseo es su muerte y sólo ahí encuentra su constante, su principio. No deja de desear lo que tiene en la punta de la lengua su signo cáustico, lo que el signo guarda de primordial y necesario. Quisiera ella misma su punto de fuga, incluso, su cero en el tiempo, su propia o. Pero ahí donde no es escritura, donde se deslinda, donde la distancia es insalvable, otra escritura, ella misma, se va tejiendo y apuntala los puentes tirados con nuevos puentes y amplía el registro de lo real que colma mientras se expande en sí, desborda y se deslinda de nuevo. Una escritura anunciada. Un huróboro, y Apollinaire y Mallarmé, para decir su multitudinario nombre. La distancia en que se reproduce es insalvable, pero el espacio es fractal a cada fragmento en que lo miramos. Aprender a contar como cuenta las aves. Un mismo ritmo en contrapunto las dos piernas y lo fundamental cierto es fundamental relativo y algo en lo categórico diario oscuro es claro y da calma y camino y posesión única del instante de lo a esa hora sólo aparente doble irreconciliable.
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Aquí, incluso, está permitido sacar a relucir la ignorancia, la falta de vocabulario, la mala ortografía y la mala sintaxis, traumas personales y demás patologías...